Nada por aquí...

Fungi

2025
Hongos

Antes de los hombres y de sus ciudades. Antes de los árboles que se alzaron hacia el cielo. Antes de que la primera criatura abandonara el océano, allí estaban ellos: arquitectos silenciosos de la vida, guardianes de lo oculto, tejedores de la red interminable que sostiene el mundo. Hongos. En las entrañas húmedas de la tierra urdieron su fortaleza, edificaron reinos invisibles más vastos que ningún imperio. Y en su paciencia milenaria aprendieron el secreto de lo eterno: que nada muere del todo y todo se transforma.

Fungi es un canto a esta fuerza primordial. A lo que no se exhibe y, sin embargo, domina. A lo que se hunde para renacer. A lo que no busca la luz pero brilla. Organismos sofisticados que nos enseñan que lo frágil es indestructible, que lo minúsculo aniquila lo gigantesco, que lo efímero sustenta lo inmortal. Y que la evolución, la compleja trama de la evolución, no prospera sin la cooperación entre especies.

Organismos sofisticados que nos enseñan que lo frágil es indestructible, que lo efímero sustenta lo inmortal.

Cada hongo que brota en la penumbra es una escultura del destino. Cada filamento un puente hacia lo desconocido. Sus formas imposibles son himnos en piedra blanda. Sus geometrías, testigos delirantes de un arte anterior al Arte. Parecen frágiles, pero pueden romper el asfalto y arrastrar pesadas piedras. Parecen insignificantes, pero superan a menudo las miles de hectáreas. Parecen fugaces, pero sobrepasan los 9.000 años, como ese legendario Armillaria ostoyae que habita en las montañas de Oregón de cientos de toneladas.

Cada hongo que brota en la penumbra es una escultura del destino. Cada filamento un puente hacia lo desconocido.

No cuentan con sistema nervioso central ni cerebro al uso, pero su prodigiosa inteligencia nos desconcierta. Algunos encuentran mejor que el hombre la ruta más corta en un laberinto o la salida más rápida en Ikea. Otros manipulan a su exquisito antojo especies ajenas. Ahí están los hongos zombie, capaces de modificar el comportamiento de sus perplejos huéspedes. O las hormigas carpinteras, que vencen su miedo instintivo a las alturas para diseminar esporas.

Aprenden, recuerdan, toman decisiones. Y, a través de sus micelios -la vibrante red de hilos microscópicos que se extiende bajo nuestros pies-, intercambian flujos ingentes de información. Son fundamentales para la fauna y para la flora. Sin ellos los suelos no estarían fertilizados. Ni la materia muerta se descompondría. Ni existiría la penicilina, ni cientos de medicamentos, ni los viajes alucinógenos que recreamos, aquí, en forma de collares y pendientes.

Aprenden, recuerdan, toman decisiones. Son fundamentales para la vida.

Ya sea en los sedimentos del lecho marino o la superficie de los desiertos, en los valles de la Antártida o los bosques siberianos, en el espacio sideral o el interior de nuestros cuerpos, los hongos están en todas partes: cada año expulsan 50 millones de toneladas de esporas -equivalentes al peso de 500.000 ballenas azules-, convirtiéndose así en la mayor fuente de partículas vivas en el aire.

No hay sociedad que no los haya venerado ni temido al mismo tiempo. Nuestra historia está entrelazada con la suya. Son una y la misma. Formaron parte de la dieta de los Neandertales y en Asia los usan como remedio desde hace milenios. Recorren las pinturas rupestres, las tumbas de Egipto, las iluminaciones medievales. Aparecen en todas las literaturas: desde el Rigveda y las grandes tragedias griegas hasta el Talmud y las sagas escandinavas, pasando por Lewis Carroll, Aldous Huxley, William Burroughs. Pero siguen siendo un enigma, un misterio que desafía nuestros principios y pone en jaque nuestras creencias.

Nuestra historia está entrelazada con la suya. Son una y la misma.

Llega una colección que desciende hacia lo subterráneo para reivindicar lo oculto. Que convierte en joya el poder callado de la metamorfosis. Y que eleva lo invisible a la categoría de mito.

Porque en la oscuridad late la grandeza. Y en el silencio germina la eternidad.