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Voy a cantar a la Tierra, madre universal, de sólidos cimientos, la más augusta, que nutre en su suelo todo cuanto existe. Cuanto camina por la divina tierra o por el ponto, o cuanto vuela, se nutre de tu exuberancia. Por ti se vuelven prolíficos y fructíferos, soberana, de ti depende dar la vida o quitársela a los hombres mortales. ¡Afortunado aquel al que tú honras benévola de corazón! A él todo se le presenta en abundancia. Se le carga el labrantío dispensador de vida y por sus campos prospera en ganados. Su casa se llena de bienes. En cuanto a tales hombres, con buenas leyes gobiernan en una ciudad de hermosas mujeres. Abundante fortuna y riqueza los acompañan. Sus hijos se enorgullecen de su juvenil placer, y sus hijas, jugando en coros cuajados de flores, con ánimo alegre se complacen entre las delicadas flores del prado. Esos son a los que tú honras, venerable diosa, generosa deidad. ¡Salve, madre de los dioses, esposa del estrellado Cielo! Concédeme, benévola, en recompensa por mi canto, una vida grata a mi corazón. Que yo me acordaré de otro canto y de ti.
(Himno a la Tierra, 1-20)
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